2014 se va sin hacer mucho ruido. Hasta hace unos días estaba convencida de que había sido un año de transición, de esos que no dejan huella pero que son necesarios. Sin embargo, ahora que trato de hacerle justicia empleando la memoria, descubro que no ha estado nada mal. Han sido 12 meses en los que he reído, llorado, querido y pataleado. He seguido agobiándome con cosas sin importancia y he descubierto que la incertidumbre no es un nombre común, sino un estado vital. He dejado atrás los dolores de estómago y la lactosa, obligándome a cocinar más y a conversar con mi cuerpo. Este año he sido mamá gatuna por segunda vez y eso ha traído consigo muchas alegrías, ratos de juego, siestas en el sofá y alguna que otra visita al veterinario. ¿He mencionado ya que voy a ser tía?
No he viajado tanto como quisiera, pero he curado la morriña cogiendo trenes al norte y aviones al sur de los sures. El Cantábrico, para corroborar axiomas, y el sol canario, para incrementar la vitamina D. Mi vida de freelance me ha enseñado a gestionar los tiempos, reclamar facturas, disfrutar del barrio, lucir con garbo pijamas de osos con labiales rojos, maldecir las devoluciones del IVA y a confiar mucho más en mi trabajo. Un día decidí que no era el mejor año para escuchar la radio a todas horas y Spotify me ofreció una lista para cada estado de ánimo.
Se murió Leopoldo María Panero y aún hay días que siento su ausencia. Como cuando hace años terminamos “A dos metros bajo tierra” y éste vimos el último capítulo de “Los Soprano”. Hemos devorado series y series, horas y horas dedicadas a vivir historias de otros. Aún no he visto “The Wire”, ni he leído “El Quijote”, pero por fin he disfrutado de todas las películas de “Star Wars”. Mi plan preferido ha estado acompañado de mantita y sofá, en invierno, y ventilador y cerveza bien fría, en verano. Compartir desayunos y cañas en Lavapiés me ha salvado los días en los que necesitaba vomitar mis miedos y caminar por la ciudad sin propósito me ha ayudado a comprender que, aún sin rumbo, se puede llegar a buen puerto. Calamaro nos devolvió un pedazo de nuestro verano cantábrico en forma de disco, mientras Sabina supo y quiso regalarnos su mejor concierto en Goya. Qué más da que se inunden las casas o que el Barça no gane la Champions si seguimos teniendo momentos así a los que anclarnos.
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