Si algo he aprendido en este año lejos del mundanal ruido es a pasear. Cuando vivía en una ciudad grande solía lanzarme a la calle a caminar con un propósito. Ir a hacer recados, ir a encontrarme con alguien, ir a al trabajo, ir de compras. Pero (muy) pocas veces paseaba por pasear, por el simple gusto de disfrutar de un momento para mí.
Ahora que estoy rodeada de naturaleza y que siento la necesidad de conectarme con ella, estoy sabiendo dedicarme pequeños espacios de tiempo. Sentir los olores, estar atenta a los ruidos, percibir las diferentes tonalidades de azul y verde que tenemos en el norte. Aún no he probado la meditación, pero diría que caminar por placer, junto a la lectura, es mi forma de desconectar la mente por unos minutos.
Lo bueno de Cantabria es que tiene mil sendas por las que perderse. Parajes que parecen recién sacados de un cuento o de un cuadro de Cèzanne. En ellos la brisa del mar se mezcla con el olor a campo y los graznidos de las gaviotas se acompasan con los mujidos de las vacas. Creía en su poder, pero la naturaleza me ha demostrado que puede ser tremendamente terapéutica. Me ha enseñado a conocer mi cuerpo, a liberar mi mente, a mejorar mi humor y, una de las cosas que más le agradezco, a mirar de otra forma.
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